viernes, 9 de diciembre de 2011

Machu Picchu. Día tres.

Machu Picchu. Día tres.


Amaneció lluvioso. Al llegar a la ciudadela la niebla vestía de magia cada rincón. Las cumbres se mostraban por momentos y volvían a hundirse en el misterio creando la atmósfera irreal de lo onírico. Machu Picchu inspira, sorprende, exige desarmar los obstáculos que impiden ser quien uno es. Arrasa para habilitar la verdad. Desnuda para integrar.
Fuimos a recorrer lo que nos faltaba. Llovía. Cubierta con la capa impermeable que me había dado Sebastián y calzada con los borcegos regalados por Juan, me sentía abrazada por mis hijos, llevándolos a recorrer el misterio. En verdad allí cobra sentido la palabra santuario.
En una oquedad frente al Putukusi encontré un asiento de meditación tallado en la roca. Frente a la montaña “cabeza feliz” y en contacto con lo intraterreno dejé caer el cristal que había llevado con los votos familiares, con una oración de ofrenda. El otro cristal, el colectivo, lo enterré cerca del templo de Cóndor.
Todo el grupo se movió hacia las construcciones que llaman la universidad”. Allí, tallados, nuevamente los tres niveles. Mi elección fue el primero. Buscando la inspiración del Inti Huatana, lejos en lo alto, hacia el ahora, pidiendo se concreten los talentos y las fuerzas para llevar a cabo la tarea. Cada uno eligió uno de los siete sitios posibles como propio. Me dirigí hacia la habitación de los dos morteros, guiada por una fuerte sensación. Parada en la puerta principal y enfrentando la ventana central que mostraba el Putukusi. El pecho parecía estallar, el corazón envolvió con su latido toda realidad. Se oía en todo el cuerpo. Integración de lo femenino y masculino en un vórtice que descendió hasta las células.
Un pájaro entró por la ventana, tomó agua en los dos morteros y partió en vuelo. Bendecida.

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