Isla del Sol.
Al acercarnos fuimos penetrando una atmósfera especial, mezcla de aislamiento y concentración, que volvía intenso el aire.
Habíamos atravesado las aguas, dejando atrás lo conocido para encontrar la joya verde emergiendo del azul líquido del lago. Construcciones dejadas como presentes de pasados perdidos salpicaban la vegetación que sube, siempre sube.
Un templo pequeño, cerca de la orilla, las Ventanas. Hueco que se abre a otras realidades por donde pasa un aspecto de la mente que busca volverse intuición. El triángulo dorado carmesí selló el centro de la frente con el fuego ritual que buscaba el consentimiento, la entrega de la voluntad.
Volvimos a subir hacia otro templete llamado “El Descanso del Colibrí”. Entramos en pequeños grupos de a cinco personas. Una en el centro y las otras alrededor, tocándola en el corazón y los hombros. El guía tenía un mensaje para cada una. Conmigo él habló de las siete virtudes de las escuelas descendiendo, del llamado a disfrutar de la dulzura del Universo. Mensaje de plenitud amorosa. El corazón y los hombros, aún tensos, recibieron el arco de bendiciones que descendía. La cúspide de la cabeza, el centro de la frente y el corazón se encendieron en expansión iluminada. En la matriz de piedra surgió la Hermandad de género, tibia, rica en vacío pleno, gestante.
Salimos y comenzamos a subir hacia otro punto. El guía local dijo que en aymará o en quechua no hay palabra que designe “amigo”, solo la hay para “hermano”. Fue una confirmación. En el cielo tres pájaros en triángulo volando un solo vuelo.


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