La mente es la actividad que tiene como su asiento el órgano cerebro, por lo menos eso es lo que se creía, en términos generales. Poco a poco hemos ido descubriendo que otras partes de nuestro cuerpo también son inteligentes, como nuestra zona abdominal donde se alojan neuronas que responden a pensamientos y emociones. Mucho más aún, el corazón tiene su propia forma de procesar, hacer síntesis o recordar de una manera aún más vívida que el propio cerebro y con un campo electromagnético mucho mayor.
Esta mente, que reúne facultades como el razonamiento, la memoria, la abstracción, es extraordinariamente valorada en nuestra cultura pues ha producido adelantos de todo tipo.
Sin embargo tiene sus límites. Las grandes ideas, las expresiones relevantes del arte en cualquiera de sus formas, la filosofía, se apoyan en procesos más amplios y completos, de un grado más abarcante, la intuición. Es un nivel de apertura diferente, es la comprensión instantánea, donde el pensamiento solo explica o lo intenta, ella es una luz que ilumina en el silencio a esa masa gris que es el cúmulo de nuestras creencias, hábitos mentales, estructuras, en permanente parloteo alrededor de nuestra cabeza.
Cuando el ser humano desarrolla su conciencia, este proceso de apertura puede iniciarse espontáneamente como destellos de comprensión rápidamente oscurecidos por la razón que trata de explicar. Ella, que fue motor de crecimiento, es ahora un obstáculo que trata de encerrar dentro de sus límites realidades de otra extracción. Es como haber vivido siempre en un valle y, de repente, subir a una montaña y mirar alrededor.
Las puertas de la percepción se abren lentamente a esos susurros luminosos, hace falta la toma de conciencia de lo que sucede, su reconocimiento y luego un foco de atención sostenido sobre ese silencio habilitante.
Es el paso evolutivo a desarrollar. El intelecto, limitado, se abre en infinitas direcciones pero siempre de un orden horizontal. No puede dar ese salto cuántico que exige lo abarcante. Es el hombre aspirando a un desarrollo de sí mismo. Es un ejercicio de volición que se vuelve evolución.
Al principio tiene dos direcciones muy marcadas. Una va hacia adentro en busca de lo psíquico profundo, más allá de la personalidad. El contacto con el alma invita a reconocer las verdaderas necesidades internas, que como brújula precisa marcan el norte de lo Propio.
Otra dirección va hacia arriba, hacia lo trascendente y aparecen comprensiones inesperadas, relaciones sorprendentes, relámpagos de luz que iluminan coherencias inusitadas. Esta habla el lenguaje de lo Cósmico.
Ambas bailan la danza de la Conciencia. No buscan la certeza. Son certeza que uno va aceptando poco a poco, porque desconfía de la propia apertura, ligado, aún, al intelecto. Sin embargo, ella, la intuición, se vuelve rotunda como un fruto de la concentración aplicada casi como un reflejo de supervivencia .Simplemente porque no se puede hacer otra cosa.
Ella define los contornos de la propia verdad con trazos cada vez más sutiles, llevados por el pincel de la confianza.
Técnicas hay muchas, lo importante es la calidad de la propia sensibilidad dando el acuerdo a estos procesos, a veces delicados a veces salvajes, que solo admiten la aceptación.